No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa (Ortega y Gasset)
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1. Los derechos del Imperio
Roma pensaba que el culto al verdadero Dios garantizaba la grandeza del Imperio.
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Durante los primeros años, las autoridades romanas consideraron a los cristianos un grupo del judaísmo, y como tales los toleraron.
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A raíz de la persecución de Nerón (64), del bautismo de paganos, y de la rebelión judía contra Roma, empiezan a ser considerados un grupo desestabilizador, y a perseguirlos.
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Las cosas fueron cambiando, hasta llegar a ser religión del Imperio bajo Teodosio. Como consecuencia, se prohibió todo culto pagano, se destruyeron sus templos y libros, se expropiaron sus tierras. Por eso cuando Alarico saqueó Roma se culpó al cristianismo (410). San Agustín disolvió el peligroso nexo entre Imperio y Religión con el “dualismo cristiano”.
2. Los derechos de la verdad
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Para el Papa Gregorio Magno el reino terreno está al servicio del celeste. La distinción del Papa Gelasio entre potestas real y auctoritas papal se interpretó así. El Imperio Carolingio asumió una misión eclesiático-sagrada, e integró a la autoridad espiritual.
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Con la Revolución pontificia (s. XI) los Papas se atribuyen la Plenitudo potestatis: directa en lo espiritual, e indirecta (a través del brazo secular) en lo temporal.
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Esta Respublica se fragmentó con los Estados territoriales y la Reforma. Las guerras de religión condujeron a la fórmula cuius regio, eius religio del Estado absolutista.
3. Los derechos de la persona
El movimiento liberal reclamó las libertades civiles, la sumisión del poder al derecho, y la renuncia de la Iglesia a sus privilegios. Los Papas desde León XIII hasta Pío XII fueron hostiles a la modernidad por motivos doctrinales (el relativismo), y el deseo de mantener el orden interno de sus Estados y asegurar su soberanía temporal.
Algunos principios de la Iglesia se habían unido a la coyuntura histórica. El Vaticano II (DH) cambia el planteamiento de los derechos de la verdad por el de los derechos de la persona:
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todos los hombres, gozan del derecho civil a que no se les impida vivir según su conciencia;
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el Estado debe favorecer la vida religiosa de los ciudadanos, sin dirigirla ni impedirla.
4. El multiculturalismo
La multiculturalidad es un hecho. Las respuestas han sido, por orden de apertura a lo recibido de fuera:
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el rechazo y la expulsión;
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exclusión de la ciudadanía y condena a la segregación;
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asimilación forzosa (de costumbres, normas jurídicas… e incluso religión);
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integración, conservando sus costumbres y creencias en la medida en que no atente con los del nuevo país. Es la postura más ecuánime, a la que a veces se objeta la reciprocidad;
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multiculturalismo: no podemos evaluar si una cultura es superior a la otra. Hay un principio de relativismo: no hay una cultura mejor que la otra. En los países asiáticos los Derechos humanos se consideran un paradigma occidental. Los países islámicos elaboran su propia Declaración de Derechos humanos.
En Europa nos hemos autoconvencido que la cultura del Estado ha de ser laica: las festividades, las leyes morales, la enseñanza… De este modo, nadie se sentiría mal. Una cultura vaciada de contenido religioso, y rellenada con valores constitucionales y de Derechos humanos. Por ahí va la Educación para la ciudadanía.
Esta idea vende con facilidad la igualdad. El espacio público aparece neutro. El problema es que no es viable desde el punto de vista práctico: sólo se sentirán a gusto los ciudadanos que sean agnósticos o ateos.
Además, el multiculturalismo mismo sólo puede existir en la cultura occidental de origen cristiano. La dignidad de la persona, el valor de la libertad, la tolerancia, los derechos humanos, la división de poderes del sistema democrático constitucional… tienen sus raíces y su fundamento en la tradición cristiana. Las distintas culturas son evaluables por su respeto a la dignidad y a los derechos de la persona. Por eso, el político italiano agnóstico Marcello Pera aboga por una “religión civil no confesional” que trasfunda los valores de la tradición cristiana a la sociedad.
5. Fe y tolerancia
Para el relativismo, o se renuncia a la pretensión de formular juicios de valor sobre las diversas formas de vida, o se renuncia a defender el ideal de la tolerancia, para el cual toda concepción vale igual o al menos tiene el mismo derecho a existir. No se puede obligar a casarse con una persona del mismo sexo, pero si alguien lo quiere tiene que poder hacerlo.
Se presenta como reacción a tantas veces como la libertad se ha sacrificado violentamente en el altar de la verdad. Pero hace eso mismo al revés: sacrifica violentamente la verdad en el altar de la libertad.
La solución pasa por diferenciar planos:
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teórico: las tesis especulativas no son democráticas ni autoritarias, privadas ni públicas, fuertes ni débiles, buenas ni malas. Son verdad o mentira. El embrión es o no es hombre. Jesucristo es o no es Hijo de Dios;
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ético-político (el campo de los derechos civiles y la estructura del Estado): las tesis sí son democráticas o autoritarias, justas o injustas, conservadoras o reformistas;
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hay realidades que son objeto de conocimiento verdadero y de regulación práctica según justicia (como el matrimonio): en caso de conflicto, se ha de procurar salvar la verdad y la justicia con las personas. La Libertad de religión, p.ej, no es canonización del relativismo.
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6. La laicidad cristiana
Históricamente, la presencia de Dios en la sociedad se efectuaba por tradiciones compartidas (símbolos, fiestas, manifestaciones públicas…).
Hoy, Dios está presente a través de las personas, de los cristianos creyentes. Este es un mensaje que no cala. Los problemas entre fe y cultura se siguen resolviendo en el vértice (obispos-ministros), y no se ha examinado lo que significa en la libertad de cada ciudadano: una agresión a la identidad personal (Habermas defiende esta tesis).
San Josemaría soñaba con un catecismo que enseñara a los niños el deber de colaborar al bien común, y los puntos firmes en los que no se puede ceder. Ese sueño es el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (1).
La Iglesia aprecia la participación de los ciudadanos en la cosa pública, y el sometimiento de la autoridad al control de otros poderes y del mismo pueblo (es más importante una buena ley de participación política que una buena ley de educación). El precio es la posibilidad del error (2).
Hemos superado el clericalismo, pero debemos aprender la laicidad:
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No faltar a la caridad.
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Ni renegar del sistema, ni de la actividad política en su conjunto. Participar “sin miedo” en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, de las que depende el presente y el futuro de la sociedad, para que Cristo esté presente allí (cfr. Surco 715).
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Contribuir al coeficiente axiológico del proceso democrático, únicamente con la fuerza de la verdad misma. Formarse para crear opinión, privada y públicamente. El Derecho natural forma parte de la “razón pública”, de la racionalidad argumentativa reconocida en el foro público, y considerada legítima para la toma de decisiones de tipo político y legal (3). Se necesita una nueva cultura del diálogo. Dialogar no es sólo intercambiar ideas, sino dones: al final, no hay un vencedor y un vencido sino dos vencidos por la verdad (4).
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Llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado, y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante (Es Cristo que pasa, 184). Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego (2.XI.69). Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad (…). Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales: dejó Dios al hombre –dice la Escritura- en manos de su albedrío (Conversaciones).
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No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad (Conversaciones 44). Las calles de Praga están saturadas de imágenes sagradas y de templos: tras las guerras de religión (entre católicos y husitas), Fernando de Hasburgo pretendió recatolizar Bohemia de esa manera (1620).
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Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características: amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica; -afán recto y sano -nunca frivolidad- de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...; -una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos; -y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida (Surco 428).
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Una cultura del diálogo presupone la renovación personal e institucional, un profundo respeto a la libertad personal (más que la mera tolerancia) y rendir honor a la verdad completa (Cfr. Juta Burgraf, TF).